La sonrisa de la Luna
Erase una
vez, un reino muy muy lejano en el que vivía un rey y su familia. El rey tenía
un hijo pequeño llamado Miguel. Miguel era el príncipe más sonriente del mundo,
tenía la sonrisa más grande y bonita de todo el planeta.
Era la víspera
del sexto cumpleaños del pequeño y como tenían por costumbre en aquellas
fechas, se sentaron a charlar y observar la bellísima noche estrellada. El
joven se quedó mirando a aquella preciosa Luna, tan brillante y tan perfecta.
Entonces Miguel dijo:
-Padre, ¿Por
qué no podemos vivir allí?
El rey
respondió:
-Hijo, este
es mi reino, no puedo abandonarlo.
El joven al
escuchar la respuesta se quedó triste y cabizbajo. Él no quería ser rey, él
quería vivir en la Luna donde todo era perfecto y bello.
Al ver la
reacción del chico el rey dijo:
-Hijo mío,
yo te quiero tanto como estrellas hay en el cielo. Quiero que seas feliz y
aunque no puedo darte todo lo que hay en el universo, sí que puedo prometerte
que removeré tierra y mar hasta que alcances la Luna.
Ya era tarde
así que el pequeño Miguel se fue a la cama.
El rey pasó
toda la noche en vela ideando el artilugio que llevaría al joven a la Luna.
Ya era por
la mañana y Miguel se levantó temprano para abrir sus regalos. Cuando llegó al
salón allí estaba su familia y en medio el rey con una sonrisa inmensa y
sosteniendo en sus manos la cometa más grande nunca vista.
El joven extrañado
preguntó:
-¿Qué es
esto padre?
El rey le
respondió:
-Salgamos al
jardín allí te lo explicaré todo.
Una vez
salieron, el rey le explicó que iba a alcanzar sus sueños, que iba a volar a la
Luna. Tras haberse despedido de todos, más feliz que nunca, el príncipe comenzó
su viaje todo recto hasta la Luna.
Llegó la
noche y el rey se dio cuenta de que extrañaba mucho a su hijo. Se asomó a ver
la noche como solía hacer con su pequeño. Entonces, su vista se quedó clavada
en la Luna que brillaba más que nunca. Volvió a mirarla y vio como le sonreía,
pero no con una sonrisa cualquiera sino con la sonrisa más bonita de todas, la
de Miguel. El rey esbozó una sonrisa y comprendió que su hijo era feliz y que
cada vez que sintiera nostalgia, lo único que tenía que hacer para sentirse
mejor era mirarla, mirar la sonrisa de la Luna.
Teresa
Trabada
No hay comentarios:
Publicar un comentario